El cuento de la derecha

Opinión

Cuando asomaron, en plena pandemia, al calor de las marchas anti Covid, parecían emergentes de algún relato distópico, exiliados del Ku Klux Klan. Minoritariamente en las calles, pero con mucha participación en las redes, estaban allí los negacionistas del coronavirus, los grupos antivacunas, conspiracionistas, terraplanistas, libertarios. Hablaban de dictaduras sanitarias, de un estado de vigilancia, de redenciones divinas. Del peligro de una tiranía mundial invisible, en la que mezclaban al magnate Bill Gates con los illuminati y el comunismo, la biblia y el calefón. No había una sola consigna más allá de la palabra libertad. Sin embargo, olían a derecha.

Como afirma el filósofo francés Eric Sadin, la viralización de teorías conspirativas, la polarización cada vez más marcada de la opinión pública y el ascenso de figuras políticas que se alimentan del humor de las redes sociales, tienen una raíz común: la abolición de un mundo con reglas comunes y el advenimiento de un tiempo en el que el Yo representa la fuente primera de la verdad, la “era del individuo tirano”. 

Por otra parte, la teocracia instaurada en Gilead, la nación distópica creada por Margaret Atwood en “El cuento de la criada”, no es otra cosa que la descripción de una ficticia sociedad fascista y totalitaria, victoriana, patriarcal y estamentaria. En esa sociedad, las mujeres -en especial, las criadas– son sometidas a un proceso de deshumanización, siendo capturadas y reducidas a la esclavitud con el objetivo de engendrar niños, los que pasarán a ser propiedad de los líderes del régimen. 

Ese Estado autoritario, que no permite ningún tipo de disidencia, se sustenta en una cruzada religiosa: “el pecado hizo que las mujeres se volvieran estériles” y, por eso, aquellas que sí pueden dar a luz, son esclavizadas por el gobierno, para “proteger los valores y la familia” y continuar con su destino bíblico de mujeres. En suma, esclavas de la redención divina.

¿Qué tienen en común las teorías conspirativas y libertarias con la hipótesis de la tiranía del individualismo? ¿Qué une a ambas con la idea descarnada de una dictadura fascista y teocrática? En principio, la ilusión mesiánica de una supuesta libertad que nos ampare de la opresión.  

El odio racial, la xenofobia, la negación de la ideología de género, junto a la palpable desigualdad económica mundial, profundizaron las contradicciones de clase. Todas aquellas protestas visibilizadas durante la pandemia tienen una raíz conservadora: su objetivo es preservar el orden amenazado. De ahí que, como afirmó el filósofo italiano Maurizio Lazzarato, “las clases propietarias se protegen históricamente con todas las formas de fascismo”. Defender la libertad de una minoría a expensas del sometimiento de la inmensa mayoría.

Producto del descontento social, el individuo exhibe sus odios y resentimientos a través de las redes sociales. Es la ilusión de que la tecnología nos hace más autónomos, nos empodera. Para Sadin, esto es el aislamiento colectivo. De nuevo aparece el concepto de libertad, pivoteando casi como un dogma de las derechas neofascistas cuando, en el fondo, solo la pretenden para uso exclusivo de las clases propietarias. 

El contexto de inseguridad e incertidumbre es el caldo de cultivo perfecto para que una teocracia ficcional como la de Gilead instaure una dictadura fascista y patriarcal. Con el argumento de la “salvación” y la defensa de la especie humana, se suprimen allí todas las libertades. Irónicamente, la derecha justifica las dictaduras para proteger las libertades (de las élites). Los esclavistas del siglo XIX también expandieron la esclavitud para “luchar por la civilización y la libertad». Massera, el almirante de la dictadura argentina, platicaba acerca de la libertad y se incluía entre quienes “estamos a favor de la vida” (sic).

Es el viejo cuento de la derecha: apelar a una libertad selectiva, restringida a los intereses de las clases dominantes; a la primacía del individuo por sobre las reglas comunitarias y, en caso de ser necesario, a un totalitarismo que, bajo el signo de la salvación, redima a la sociedad de aquellos ciudadanos subalternos que no los dejan ser libres.

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