La felicidad es un instante eterno

Crónica de un festejo argentino

Comenzaba a morir la tarde del domingo 18 de diciembre. En el hall de la estación Constitución de la ciudad de Buenos Aires, retumbaba la inolvidable melodía del himno “Muchachos”, de La Mosca. Una marea de gente con la camiseta de la selección argentina, banderas, arlequines, gorros, disfraces y una incontrolable euforia, transitaba con sus ojos conmovidos, desconcertados por la felicidad.

No te lo puedo explicar, porque no vas a entender”, dice la canción reversionada en miles de gargantas. Apenas cuatro horas antes, Argentina se había coronado campeón del mundo en Qatar.

Caminé hasta la salida con la intención de atravesar las dársenas desiertas de bondis. Algunos grupos ingresaban al hall de la estación, otros iban en busca del centro porteño. Todo era festejo, desmesura, pasión. Como suele ser el pueblo nuestro cuando celebra: incorrecto, irreverente, hiperbólico. El triunfo de la vulgaridad, como dijo algún encopetado. El grueso de los grupos estaba conformado por jóvenes menores de cuarenta, las generaciones que no habían vivido la gloria del `86, mucho menos la del `78. Padres y madres con bebés en brazos, en cochecitos, a babuchas, con el merchandising que ameritaba la hora.

Recién allí advertí que no funcionaba el Subte. “Por los festejos masivos -suscribió por esas horas “La Nación”, el viejo pasquín oligarca y antipueblo- la red de subte porteña está paralizada para garantizar la seguridad de la gente”. ¿Garantizar la seguridad, che? Está claro que a estos tipos siempre les gustó el “orden”. También está claro que no comprenden ni comprenderán la alegría popular. Crucé la Plaza de la Constitución hacia Avenida San Juan y la 9 de Julio, donde arribaban columnas de hinchas que querían sumarse al mega festejo cuyo epicentro era el Obelisco porteño. Un carnaval con el subsuelo de la patria como protagonista.

Caminé por San Juan en dirección hacia Entre Ríos. La primera era un río de felicidad. Todo delirio, festejos, alcohol, algarabía genuina. La avenida se había convertido literalmente en peatonal. Grupos en romería portando carteles, gorros, banderas, sándwiches y bebidas, de las infaltables. Familias enteras, parejas tomadas de la cintura, grupos de adolescentes, ancianos en los balcones, niños con sus ojos encendidos de extrañeza y alegría: imágenes que son la epítome de la felicidad. En las esquinas, los vehículos pedían piedad para poder avanzar.

Siguiendo por la avenida San Juan, me detuve ante un hito: el mural más grande del mundo dedicado a la figura de Diego Maradona, el dios pagano que nos pertenece. Realizado por el artista Martín Ron y la empresa YPF, la obra tiene 45 metros de altura y 40 de ancho, y exhibe a Diego con la casaca azul en la final del Mundial de Italia `90. Recordé, entonces, que ya era medianoche en Nápoles, acaso la ciudad más argenta de Europa, y que la algarabía que despierta en aquellos pagos el otro dios Lionel Messi, va a tender un inequívoco puente con el San Genaro criollo, el de Fiorito, el que veneran los tifosi del sur pobre de Italia. Esta vez, los dioses contradijeron a Nietzsche: estaban más vivos que nunca.

Llegué hasta San Juan y Entre Ríos, la esquina en la que, durante los años oscuros de la dictadura, fue asesinado Rodolfo Walsh. Entre Ríos es la arteria que conduce hasta el Congreso Nacional, y esta vez había sido ganada por una caravana de vehículos con estandartes y banderas albicelestes que transitaban a paso humano. Por sus veredas también era casi imposible caminar: jóvenes y no tanto, niños, mascotas, grupos de adolescentes bebiendo frente a algún comercio estratégicamente abierto, todos con la sonrisa y la pasión plebeya a la vista.

Fue allí que comencé a optar por las calles aledañas, menos pobladas pero con la misma algarabía celeste y blanca. Zigzaguee durante un tramo, atravesé la Plaza Primero de Mayo, en donde los niños con la camiseta de la selección jugaban a la pelota, abstraídos de su entorno, y continué camino por Hipólito Yrigoyen en dirección oeste. El cielo, todavía tenue, estaba próximo a teñirse de noche. Muy cerca, a una cuadra de la Plaza Miserere (bah, Plaza Once) una murga amenizaba la velada, con una energía que, presumo, después de horas, parecía intacta. 

Fue entonces que recordé también que en Bangladesh estaba por amanecer. Y en Dhaka, su capital, como así también en otras ciudades de aquel remoto país, la noche debió ser el epicentro de los festejos de millones de seres que, montados en sus motos o a pie, bailando y saltando en las plazas o en las calles, gozaron del triunfo albiceleste luego de la épica final ante Francia. Víctima del colonialismo británico, el pueblo bangladesí tiene memoria, y agradece en la selección argentina aquella justicia poética de D10S ante los ingleses en el `86. Desde entonces, se apasionan por la selección nacional.

Cuando tomé por avenida Rivadavia, había dejado atrás la Plaza Once. Ya era de noche, y faltaban varias calles para llegar a mi casa, en Parque Centenario. La mayoría de la gente que circulaba por las veredas, siempre eufórica y embanderada se dirigía, al igual que yo, hacia el oeste, como retornando de los festejos neurálgicos del centro porteño. Mis piernas comenzaron a sentir el rigor del cansancio, ya no solo por el nerviosismo de la intensa y conmovedora final, alargue y penales mediante. Pasamos, en pocos minutos, de la euforia a la decepción, y de la expectativa al sobresalto, hasta el desahogo final.

“Primero hay que saber sufrir”, dice la letra del tango creado por don Homero Expósito, y de ese sufrimiento está hecha nuestra idiosincrasia. El mismo padecimiento soportaron los habitantes de las naciones que fueron colonia de Francia, algunas de las cuales, como Haití, también celebraron bailando y agitando banderas albicelestes el triunfo nacional ante el representativo de sus antiguos colonizadores. 

Hay una identificación de esos pueblos con nuestro sur, tan alejado como ellos del centro y de las decisiones del poder mundial. Una “fe veterana”, como nos lo recuerda Mario Benedetti, que genera aquella adhesión solidaria y de identidad. En nuestro país, como en el suyo, nadie circula en limusina. Acá viajamos en vehículos modestos, más terrenales, algunos incluso con nombres de juguete, o de fantasía. Viajamos en Scaloneta.

Ya había ingresado a los límites de mi barrio, Almagro. Algunas pizzerías y restaurantes estaban repletos, con los comensales observando, hipnotizados, las imágenes de la tele. A esa altura, la avenida lucía un poco más descongestionada que en dirección al centro de la ciudad. Y en las calles adyacentes, también los vehículos circulaban casi con normalidad. Tomé por la calle Billinghurst, y crucé el puente del ferrocarril hasta la avenida Díaz Vélez. En una cuadra, apenas me topé con una familia y sus tres niños, y con un hombre paseando a su perro, todos ellos portando la rigurosa camiseta de la selección.

Doblé en Medrano, y el barrio ya tenía una apariencia de festiva normalidad. Familias caminando y disfrutando en forma discreta, señoras con sus mascotas y pequeños grupos de adolescentes apostados en las esquinas. Los bocinazos y las vuvuzelas también se hacían sentir, aunque con menor frecuencia. Tomé la calle Perón, ya un poco más opacada a la altura del Hospital Italiano, hasta que llegué a mi departamento. Alguna bomba de estruendo se coló, en medio de un silencio que parecía impensable calles atrás.

Casi que no importaron los seis kilómetros a pie. Había sido un día único, una de esas jornadas en que la felicidad, que es al fin una utopía, “se nos brinda en cueros”, como dice el catalán, y le declara su amor a un pueblo que la necesita como el aire. Al fin y al cabo, parafraseando al inefable Alberto Castillo: “Quién me quita lo bailado”.

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